Conocí a Verónica Murguía

12/05/2016


Presentación de Verónica (a la derecha).
Foto de Ediciones SM Chile.
Ante el descalabro que suponía para mí la sensación constante de estar rodeada de espejos y humo en lo que a la Fantasía en Chile refiere, me dediqué a buscar personas y obras que me resultaran relevantes fuera de las barreras de mi país. Sabía que no sería una tarea sencilla, pues suponía que me encontraría con nuevos obstáculos, añadidos a mis dificultades habituales: buscar Fantasía en un contexto obsesionado con lo fantástico y la ciencia ficción, y buscar Fantasía de calidad en un contexto en el que tienden a destacar sólo obras con gran potencial comercial y autores con un gran arrastre de marketing a sus espaldas.

No me equivoqué. La tarea se asemejó mucho a buscar un anillo diminuto entre el brezo, en una tierra que está ya cubierta de anillos de todos los tamaños, formas y colores. Pero, ay, los cuentos de hadas me habían enseñado que los objetos mágicos son inflexibles en sus ataduras con nosotros y que yo jamás podría conformarme con un anillo que no fuese aquel que había forjado en mis deseos, hermano del que yo misma alojaba en mi propio dedo, tan tosco y atrevido como yo misma. 

En el coloquio de Fantasía de hace unos meses, comenté algo que aún recuerdo: no comencé a escribir para hacer amigos. Esto es rigurosamente cierto. En mis años adolescente añoré compañía y un sentido de comunidad, pero cuando al fin logré dar con algo parecido a ello con el tiempo, descubrí que eso no era lo que buscaba. Rara vez encontraba personas con las que resonaran las mismas notas o las mismas imágenes, o que al menos entre melodías y visiones distintas pudiéramos dialogar, y a la mayoría la fui perdiendo por distintas razones. Para cuando empecé con mi nueva búsqueda internacional, aún no conocía a la gente que hoy procura acompañarme en eso en mi propio territorio, con mayor o menor sintonía.

¿Encontré el anillo finalmente? ¡Sí! Y no uno, sino un pequeño puñado que poco a poco, y contra toda expectativa, va aumentando. Ligado a mis recientes intereses de investigación (en principio, un poco forzados por la estrechez de miras de la academia chilena), comencé a descubrir autoras de gran tradición que escribían en español literatura de Fantasía de gran valor estético, con una propuesta personal muy sólida y atractiva. Pero también, debido a mi insistencia a ignorar la difusión masiva de ciertos nombres reiterativos y en cambio indagar en algunos de nulo reconocimiento, di con obras y autores desconocidos igualmente valiosos, como Jesús Fernández o Mariela González, entre otros. 

Y esa conexión tan fuerte entre imaginarios, concepciones sobre la literatura y la vida y amores en común, me inclinó a acercarme a ellos de una manera más íntima. Había olvidado lo necesario que era compartir con autores con los que me sintiera menos sola. Recordé cuánto quería leer novelas y cuentos en español que me iluminaran los ojos con sus historias y aventuras y que me deleitaran con su particular uso del lenguaje. O cuánto necesitaba conocer expresiones de Faërie que tal vez yo jamás trabajaría, pero que podrían igualmente estremecerme.

Estas sensaciones fueron las que volví a sentir al conocer a Verónica Murguía, escritora mexicana de gran trayectoria en literatura infantil y juvenil, pero también con trabajos maravillosos de Fantasía o incluso aproximaciones narrativas a las siempre complejos mundos y formas del medioevo. 

A Verónica quería leerla desde enterarme que su novela Loba había sido ganadora del Premio Gran Angular de 2013. Que una obra de Fantasía juvenil escrita por una latinoamericana irrumpiera en un premio de semejante perfil me parecía una anomalía maravillosa, que por lo menos era digna de mi curiosidad. Por supuesto, entonces la obra no estaba disponible en Chile y nadie aquí parecía conocer a la autora, a pesar de que ya tuviese la bellísima compilación El ángel de Nicolás editada desde el sello de LOM (cosa que, naturalmente, yo ignoraba). Tuvieron que pasar años antes de que Loba llegara a librerías chilenas. Entonces, amparada por las elogiosas recomendaciones de Gabriela Damián, también escritora mexicana y amante de la imaginación (vamos, una más de los pocos anillos que he encontrado), hice algo que ya casi no hacía: me compré a ciegas la novela. 

Está claro que la amé, que la disfruté y que la sufrí. De hecho, considero que en ella se encuentra uno de los pasajes más hermosos de la Fantasía escrita en español, cuya lectura me detuvo el mundo por unos instantes y que, hasta hoy, sigo presentando con entusiasmo al resto de gente-anillo que voy conociendo en mi camino. 

Anteriormente ya he hablado de manera entusiasta de la Saga de los Confines de Liliana Bodoc. He reseñado sus tres libros e incluso he publicado un artículo académico muy crítico hacia la cansina y aburridísima lectura alegórica desde la que suele valorarse la novela por estos lares, explicitando la necesidad de leerla desde los códigos de la Fantasía. Sin embargo, hay algo problemático sobre esta serie que conviene mencionar ahora, y que en todo caso tiene que ver con su recepción en cuanto a un posible modelo de “Fantasía latinoamericana”. Ha rondado mucho en los últimos años la idea de que este concepto —que he colocado entre comillas por su aparente disonancia— debe apuntar a una Fantasía que recoja exclusivamente los referentes culturales y míticos de nuestro país y continente. Quienes insisten en esta propuesta hasta el punto de agredir a quienes pensamos distinto suelen ser personas rabiosamente localistas, que en realidad no conocen lo suficiente ni de Fantasía ni de la propia mitología precolombina (y, de paso, tampoco de algunos teóricos o enfoques de teoría literaria latinoamericana, que podrían serles de utilidad intelectual para la discusión). 

Me encantaría saber cómo percibirían estas personas una novela como Loba, que está emplazada en un contexto de medioevo europeo y cuyas fuentes beben de diversas mitologías y tradiciones y formas literarias europeas, desde los versos de los romances hasta la figura arquetípica de personajes como el dragón y el mago, aquí inspirados en Smaug (Tolkien) y Ged (Le Guin), respectivamente. Si hasta ahora las críticas más usuales de adscribir a modelos europeos se centraban en el hecho de que las obras resultantes eran de perfil genérico y muy poco literarias, Loba arrasa con esas valoraciones al presentarse como una obra pulida y madura, plena y críticamente consciente de su tradición.

Por supuesto, estos aspectos no son lo único que destaca de Loba. De hecho, en el contexto de un trabajo universitario, quise analizar la figura protagónica de Soledad, joven princesa devenida por su propia voluntad y celo en guerrera, con inesperadas consecuencias, desde las teorías feministas. Para quienes estén obsesionados con el concepto de “mujer fuerte” que hoy campea a sus anchas en la ficción de género, Soledad supondrá un modelo que escapará a todo margen. Ni suficientemente señorita, como la impulsarían los códigos culturales por su género, ni suficientemente bruta, como desearía ella misma plasmarse desde los códigos de los varones guerreros, Soledad se desmarca de todo y su aventura se vuelve la búsqueda de una tercera vía, desde la paz y de un amor hacia todo su mundo. Leyendo su historia, sentí que la adolescente que yo misma había sido, extraviada en su propia encrucijada, había encontrado al fin su respuesta, casi quince años más tarde de lo ideal, pero no demasiado tarde.

Precisamente éste fue el eje en el que me basé para mi primera colaboración en el proyecto colectivo de La Nave Invisible, del que tengo pendiente aún escribir por aquí. Me sentía contenta con la idea de presentarle al público español, que parece seguir teniendo como referentes únicos de literatura de imaginación latinoamericana a nombres ultra canónicos (y viejísimos), una autora contemporánea con una gran obra. 

Grata sorpresa me llevaría cuando, a propósito de enseñarle mi texto a Gabriela, la propia Verónica se puso en contacto conmigo para conversar sobre él, sobre la literatura y sobre la vida, pero ante todo para avisarme que estaba invitada a la Feria Internacional del Libro de Santiago (FILSA) de este año y que podríamos conocernos.

Cuento corto, todo salió estupendamente bien. Sentí hallar en Verónica una nueva compañera de viaje en esta loquísima quest de autores de Fantasía que hubiera oído de una forma u otra la Nota y que ahora intentaran escribir de esa experiencia en la lengua que compartimos. Todos los sentimientos de soledad, de humillación y de incomprensión constantes que suelo vivir en mi vida por expresar mi amor por la Fantasía quedaron agazapados mientras conversábamos. 

¡Fue un diálogo tan bonito, estimulante y reparador! Me hizo sentir también que otra gracia de escribir Fantasía, además de rozar un consuelo para nuestra naturaleza caída desde las visiones de Faërie, es poder llegar a comunicarse al fin con esos otros dispersos por el mundo y compartir, por ejemplo, nuestro ígneo y entrañable amor por los dragones sólo a partir de unas pocas palabras y de un encuentro de miradas encendidas. 

Tras nuestra conversación, acudí a la charla de presentación de las novelas Loba y El fuego verde, ésta última una reedición corregida de una obra publicada originalmente en 1999 y que recién ahora se estrena en nuestro país. Verónica hizo una exposición estupenda y muy amena, demostrando tanto su gran bagaje cultural histórico y literario como su gran sentido del humor. Geniales me parecieron sus palabras respecto a las características del halcón como ave de presa (cuya expresión literaria se ve encarnada en Alagrís, compañero alado de Soledad) o su interés por la cultura árabe, plasmada en su novela Auliya, aún inédita en Chile.

No puedo dejar de destacar también un último y maravilloso gesto de complicidad tras la charla. A propósito de una pregunta de un señor respecto a la conformación de un canon para niños de nuestro continente, pregunta que Verónica respondió de manera integradora y universalista, intervino una señora con la cantinela de la importancia de “nuestra identidad [latinoamericana]”, etcétera. La charla finalizó antes de que pudiera respondérsele, pero dio igual. Creo que ese brevísimo intercambio de desconciertos entre Verónica y yo tras sus palabras, compartido posteriormente por Emilio, fue un pequeño y bello guiño de comprensión mutua: ¡que tengamos que seguir lidiando con esas cosas…!

Como sea, prefiero quedarme con lo siguiente como último recuerdo de la velada: este precioso dragón de lanita que me regaló Verónica, que fue creado por personas que no conocían dragones convencionales y que usaron como referencia a criaturas reales. Creo que buena parte de su belleza estriba precisamente en su curiosa anatomía, nacida de la búsqueda a tiendas de su tradición fabulosa y a la vez del amor de querer representarlo a partir de los remanentes de la maravilla que nos quedan. ¿No se parece eso también a nuestra propia labor como creadores? 

Les presento entonces a Quetzalcóphilax (bautizado por Emilio), nuevo guardián de nuestra aún desorganizada biblioteca de Fantasía, que espero esté desde ahora llena de obras escritas en distintos idiomas, pero compartiendo una sola lengua universal: la de la imaginación.

Quetzalcóphilax, el dragón de lanita.
(Favor ignorar los libros de la repisa. No están organizados según orden particular)

(Nota: Verónica, Emilio y yo nos sacamos una foto juntos, desde luego, pero soy una mujer tímida y prefiero guardar ese tipo de registros para mí y mi círculo cercano).

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